El virus de la duda
El coronavirus nació bajo el signo de la incertidumbre. Desde el primer instante desafió nuestra salud y nuestra forma de vivir, pero sobre todo desafió certezas científicas. Da la impresión de que nada de lo que hemos ido sabiendo sobre él es firme o definitivo. La duda lo envuelve todo. ¿Nació en Wuhan? ¿De un murciélago o de un laboratorio? ¿Es una pandemia real o es, como dicen teorías conspirativas, una patraña de los patrones del mundo para dominarnos? Algunas cuestiones parecían ya fuera de debate, hasta que al día siguiente nuevas teorías ponían todo patas arriba. Basta con repasar los cambios de opinión de la propia OMS sobre el barbijo, al que primero desaconsejó y después ubicó al frente del combate. Legiones de expertos, científicos y premios Nobel decían una cosa, mientras que otras legiones de expertos y científicos decían exactamente lo contrario. Los sabios de pronto resultaban legos, y los legos hablaban autoinvestidos de la autoridad de los sabios. Ni siquiera se salva la vacuna: ahora se discute si va a ser eficaz, si es un negocio de los laboratorios o si fue hecha, créase o no, para enfermarnos.
Algo se puede dar por cierto: no hay peor virus que no saber dónde estamos parados.